Rafael Santos Borré se inventó un partido mágico en el partido amistoso de Selección Colombia contra Japón, en la victoria 2-1 en amigo de la fecha Fifa. El atacante hizo la acrobacia perfecta para conectar la pelota en el aire y mandarla a la red. Un golazo por dónde es la diana. De esos quedan en la memoria, así se en un amistoso. Aquí, una breve semblanza de la chiliena, perfección y fantasía en el fútbol.
Oda chilena
El cuerpo queda suspendido en el aire, como si flotara, pero este es un flote efímero. El artista no puede ver el arco, pero lo imagina. Los compañeros mirarán expectantes su vuelo, su contorsión, y sonreirán con picardía. Los otros, los inocentes adversarios, se pondrán pálidos de terror. Quedarán paralizados, boquiabiertos, incrédulos. Y el público empezará a levantarse de sus sillas con la misma velocidad con la que aquel cuerpo flotante se pone en posición, justo cuando la pelota va cayendo del cielo y las piernas van dibujando en el aire la fantasía.
Es una acrobacia que no todos pueden intentar; que nadie puede presumir. Se necesita de la valentía para impulsar se desde el suelo hacia las nubes. Se debe ser ligero como el viento y fundirse con él. El movimiento tiene que ser rápido, sutil y elegante. Las piernas deben dialogar en el aire: la derecha va arriba mientras la izquierda va impulsándose desde abajo, o viceversa, depende del artista, y de dónde venga la pelota. Todo estará en perfecta armonía. Faltará el movimiento final: conectar el esférico con precisión, directo al corazón de la pelota, para impulsarla lejos, a su destino. Ojalá, rojo.
Dicen que nació en el césped peruano. Debaten que su cuna esta en las canchas chilenas. En algunas partes la llaman chalaca, y en otras, chilena. Lo que sí es seguro es que esta maravilla se gestó en los potreros, en el lodazal, en cada cancha polvorienta, y latinoamericana. De allí atravesó las fronteras y los océanos para hacerse famoso en todo el mundo. Y si hubiera fútbol en el resto del universo, de seguro ya la habrán copiado, al fin y al cabo esta obra se debe contemplar mejor desde el cielo.
Lo importante es que la obra no muere, que se encuentra vigente, aunque cada vez es más escasa. Eso hace aún más admirable. Hugo Sánchez, aquel prodigio mexicano del balón, la practicaba con devoción. Era su jugada secreta e inverosímil. Podía improvisarla cuando menos se esperaba, con la belleza que demande. Roberto Cabañas, otro maestro de la pirueta, la evolucionó: pateaba de medio lado, en el aire, ahí está el llamaron la cabañuela: una prima hermana de la chilena.
El cuerpo sigue suspendido, pero ya va cayendo, se va acercando al suelo. Los brazos están estirados hacia atrás y anticipan el desplome: parecen el tren de aterrizaje; un aterrizaje que debe ser perfecto, igual de precisión y de elegancia que el despegue. Pero pocos lo verán caer. Las miradas ya lo perderán de vista y se marcherán con el recorrido de la pelota, persiguiendo su destino, ojalá, el de la red. Si este es el círculo, no importa. La belleza no distingue esos obstáculos.
Entonces el público, ya de urraca, golpeará sus manos en un sonoro y frenético aplauso; sus compañeros de equipo lo felicitarán, y quizás lo alzarán en hombros si hay gol. Y los rivales, pobres ingenios, pobres incrédulos, podrán sentarse a llorar, humillados por la magia de una chilena.
PABLO ROMER
redactora de EL TIEMPO
En Twitter: PabloRomeroET